No existe algún día en que no considere valioso recordar la inmensidad de la ignorancia que por bien ha encontrado cabida en mí como en mi entorno. Fluida y resbalosa como el aceite, se ha propagado tanto y tan rápido como el fuego canadiense, de norte a sur y a lo largo de todas las latitudes, en mi mente y en mi espíritu.
Es una amenaza inevitable que siempre he padecido desde que tengo conciencia de memoria; incluso ahora, sabiendo de muy poderosos remedios preventivos y de las curas más potentes para tratarla, no logro aliviarme. Más que una fiebre pasajera es una condición humana. Eso es, debe ser eso. Se nace y se muere ignorante.
¿Cómo no haberlo notado? Al pregonar que todos los días se aprende algo nuevo, realmente se expresa que todos los días se ignora algo, y esto es más grande que lo otro; a leguas se reconoce que el conjunto "sabiduría" está albergado en el conjunto "ignorancia". ¿Cómo saber lo que no se sabe? Suena más a que los científicos especializados y los doctores de renombre imaginan aquello que podrían ignorar más de lo que piensan lógicamente.
En nada me agrada estar infectado, quemado desde la cabeza hasta los pies y con los huesos hechos carbón, ser otra minúscula pieza ígnea de una infinita falda volcánica. Como pasatiempo, continuamente me nutro con cuentos y lecturas de ciencia ficción, me encuentro horas y horas en las bibliotecas públicas, asesorando tesis y terminando alguno que otro proyecto de investigación que tuviera pendiente, otras veces me hago con múltiples ejercicios de álgebra superior y de trigonometría aplicada, y pese a todo ello sé lo que sabría un recién nacido.
Podrán ocultarlo con sus disertaciones de física y de matemática elevada, con sus tratados de biología o de medicina experimental, con sus plumas vaciadas de tinta, detrás de todos los reconocimientos y altísimos galardones que se han procurado tras una larga vida de sacrificio mental y social, pero son verdaderos artistas, tan creativos y, aun así, tan sumidos en su desconocimiento, tan tremendamente humanos. Si esto no fuera, ¿qué orillaría a un sabio a cuestionar su propio conocimiento? Muy culto y muy ignorante, no cabe duda.
Me tranquilizo y caigo en cuenta que ya no ignoro mi propia ignorancia. Tenemos a los guerreros de lava salvando de entre la piedra caliente los restos fundidos de sus armas, y nadando en las bahías a otros seres apropiadamente adaptados al clima húmedo que acompaña a una vida llena de inconformismo y simpatía por la duda; ahora puedo ver ambos bandos, cuando antes blandía despreocupado una espada a medio derretida.
La arena navega ligera entre los dedos de mis pies. Este colchón tiene una sábana de algodón finamente granulado, lo siento muy pequeño a pesar de que rodea todo el volcán, así que me acuesto y me estiro, queriendo tocar con mis extremidades todas las esquinas de la cama, de este eterno planeta. Qué éxtasis sentí al comprender que a duras penas rozaría el agua del océano que está a mis pies. ¿Y si pudiera hundirme en él y ser como esos seres? ¿Son dioses? ¿Qué más podrían ser si no son dioses? Pienso demasiado sobre ellos, cuando no sé siquiera nadar.
Tal vez los medicamentos sean simples placebos, caros, pero simples. He buscado nuevos ambientes saliendo de mis zonas de confort; tardé tiempo en dominar la planificación espacial, la teoría de materiales y herramientas de construcción, la comunicación asertiva hacia subordinados y superiores, entre otras muchas y muy variadas habilidades; aprendí a ser carpintero, con no pocas perforaciones de clavos y astillas en mis manos y brazos; superé las pruebas prácticas más difíciles que enfrenta un arquitecto profesional; y, sin lugar al yerro, sigo a miles de millones de infinitos kilómetros de conocimiento detrás de esos indiscutibles reyes del mar.